miércoles, 20 de junio de 2007

AMOR DOMÉSTICO







DESTORNILLADOR DE ESTRELLAS

Cuando plancho me duele el cuello. Y la espalda. Plancho poco, porque los jueves viene Lorena, la planchadora, y ella lo plancha casi todo. Pero a veces plancho, a veces tengo que planchar. Saco la tabla de la armario, echo agua en la plancha, pongo música de intelectuales del norte de Madrid y me pongo a planchar. Las cervicales sufren. Me pica el brazo, casi siempre me pica el brazo izquierdo. Pongo un disco de intelectuales de Boston, saco una cerveza del frigorífico, enciendo la tele aunque le quito la voz. Sigo planchando. Las mangas, las sisas, los puños. Recuerdo el año que pasé en Chinatown. Nunca encontré un taxista chino. Hablaba con ellos en inglés o en español, o ni siquiera hablaba. Ni un puto chino. Ni un puto taxista chino en Chinatown. Se acaba una canción, se acaba una canción de Luna al cuadrado y digo, casi grito:
—Es tan fácil ser feliz.
Comienza otra canción. En la televisión bailan las mulatas, varias mulatas y un negro gordo y agresivo al que las chicas parecen adorar. Odio el hip hop. Odio el noventa por ciento de la música. Y al noventa por ciento de los hombres también. Sin embargo, es tan fácil conformarse, es tan fácil convencerse, es tan fácil ser feliz.
Oigo las llaves de mi mujer hurgando en la puerta.






CILINDROS DE CARTÓN

Friego la cocina (en realidad ya la he fregado) y ahora sólo paso unos papeles de cocina sobre la encimera para que quede más brillante. Del rollo de papel de cocina se desprende el último pedazo y me quedo en la mano con el cilindro de cartón que le sirve de soporte. Es un buen cilindro, de unos veinte centímetros de largo y ocho o nueve de diámetro. Un cilindro perfecto. Miro el cilindro y me acuerdo de un amigo de la infancia, de la adolescencia más bien. Le encantaban los cilindros de cartón. Sobre todo, los del papel higiénico, que supongo que serán de un tamaño aproximado a la mitad de éste. La mitad de largos, pero igual de gordos. Mi amigo hacía verdaderas maravillas con los cilindros del papel higiénico.
Le cuento esto a mi mujer, que llega del trabajo.
Me dice que estoy en la fase anal, o que soy maricón perdido.
Le digo que hay que estar muy enferma para establecer conexiones entre lo que le estoy diciendo y la sodomía. Le digo sodomía, en concreto, porque me da un poco de reparo y algo de miedo pronunciar expresiones como dar por el culo o follar por detrás. Me da miedo en esta ocasión, no habitualmente.
—Mi amigo hacía pisapapeles, lapiceros, plumieres...
—¿Plumieres? ¿Qué quiere decir plumieres?
—Bueno, no sé, un sitio donde guardar o colocar los lápices, los bolígrafos y esas cosas.
—Y has dicho lapiceros, ¿los plumieres son lapiceros?
—Hacía cosas. Hacía cosas muy bonitas. Forraba los cilindros de cartón y hacía cosas muy bonitas.
—Hace tres días que no follamos.
—Como siempre vienes cansada...
—Nunca tomas la iniciativa.
—Ni tú.
—Eso es. Nadie tiene la valentía de comenzar nada nunca.
—Deberíamos cambiar la tele de sitio.






MANDOS A DISTANCIA

Compro unas estanterías en Ikea. Son unas estanterías fabulosas. Fuertes, de madera, con unos alambres que sirven para no sé qué. Preciosas. Las monto en el trastero. Atornillo setenta y dos tornillos. (Abro un baúl lleno de fotografías. Yo estaba tan guapo entonces. Era muy guapo. Un día mi amigo me vio triste y supo lo que me pasaba.
—¿Ya has vuelto a ver tus fotos de joven?
Era exactamente eso. Solo eso. Nada más que eso. Y estaba, verdaderamente, muy triste. Decepcionado con mi evolución. Casi se podría decir que incluso sorprendido).
El trastero es más bonito que mi casa. Tiene sesenta metros cuadrados menos, pero parece más grande. Huele a humedad, hay cucarachas (siempre muertas), hay moho en las cajas de discos. Cuando bajo al trastero, sudo. Cuando bajo al trastero pienso que alguien me va a atacar. Cierro la puerta, cierro por dentro, y no rezo porque no sé rezar, porque se me olvidó rezar. Ella nunca baja conmigo. Casi nunca. Una vez bajó, una vez vino conmigo al trastero, y yo quise que follásemos allí, junto a las cucarachas agonizantes. Me dijo que estaba loco. Me dijo que olía muy mal, que podría bajar alguien, los dueños de los trasteros veintisiete o cincuenta, me dijo:
—Déjalo para otro día.
Se fue. Luego, ella se fue. Dijo eso y se marchó. Y yo me quedé ordenando revistas, discos, sombrillas, muñecos. Estuve toda la mañana en el trastero. Me dormí.
Al mediodía ella volvió, me llegó su voz por la rejilla de la puerta.
—¿Quieres anchoas?
Yo odio los boquerones en vinagre (de hecho, odio el vinagre y hasta odio la palabra vinagre) y ella odia las anchoas en salazón. Proponerme anchoas a las catorce veinte era, sin duda, una maravillosa oferta de reconciliación. Me sentí como un preso que recibe su primera visita. Espera a su madre, a su mujer o a su hermano, y sin embargo se encuentra con su actor favorito, que interpreta para él el papel de su vida.
—¿Quieres pasar? ¿Quieres pasar y follamos?
—Tengo los espaguetis de anoche en el microondas. He venido a avisarte, para que subas a comer.
—No tenemos microondas, ¿no? En serio, ¿tenemos microondas?
—No, la verdad es que no. No tenemos microondas, ni espaguetis, ni piso, ni sótano, ni trastero.
—¿Quieres pasar? ¿Quieres pasar y ya no follamos?
—Me voy.
—No te vayas. No te vayas, por favor. Podría atacarte cualquier cucaracha.

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